19.2.12

UNA ESTACIÓN DE AMOR – Horacio Quiroga

VERANO

El 13 de junio Nébel volvió a Concordia, y aunque supo desde el primer momento que Lidia estaba allí, pasó una semana sin inquietarse poco ni mucho por ella. Cuatro meses son plazo sobrado para un relámpago de pasión, y apenas si en el agua dormida de su alma, el último resplandor alcanzaba a rizar su amor propio. Sentía, sí, curiosidad de verla. Pero un nimio incidente, punzando su vanidad, lo arrastró de nuevo. El primer domingo, Nébel, como todo buen chico de pueblo, esperó en la esquina la salida de misa. Al fin, las últimas acaso, erguidas y mirando adelante, Lidia y su madre avanzaron por entre la fila de muchachos.


Nébel, al verla de nuevo, sintió que sus ojos se dilataban para sorber en toda su plenitud la figura bruscamente adorada. Esperó con ansia casi dolorosa el instante en que los ojos de ella, en un súbito resplandor de dichosa sorpresa, lo reconocerían entre el grupo.


Pero pasó, con su mirada fría fija adelante.
— Parece que no se acuerda más de ti -le dijo un amigo, que a su lado había seguido el incidente.
— ¡No mucho! -se sonrió él.- Y es lástima, porque la chica me gustaba en realidad.


Pero cuando estuvo solo se lloró a sí mismo su desgracia. ¡Y ahora que había vuelto a verla! ¡Cómo, cómo la había querido siempre, él que creía no acordarse más! ¡Y acabado! ¡Pum, pum, pum! -repetía sin darse cuenta, con la costumbre del chico.- ¡Pum! ¡todo concluído!


De golpe: ¿Y si no me hubiera visto?... ¡Claro! ¡pero claro! Su rostro se animó de nuevo, acogiéndose con plena convicción a una probabilidad como esa, profundamente razonable.


A las tres golpeaba en casa del doctor Arrizabalaga. Su idea era elemental: consultaría con cualquier mísero pretexto al abogado, y entretanto acaso la viera. Una súbita carrera por el patio respondió al timbre, y Lidia, para detener el impulso, tuvo que cogerse violentamente a la puerta vidriera. Vió a Nébel, lanzó una exclamación, y ocultando con sus brazos la liviandad doméstica de su ropa, huyó más velozmente aún.


Un instante después la madre abría el consultorio, y acogía a su antiguo conocido con más viva complacencia que cuatro meses atrás. Nébel no cabía en sí de gozo, y como la señora no parecía inquietarse por las preocupaciones jurídicas de Nébel, éste prefirió también un millón de veces tal presencia a la del abogado. Con todo, se hallaba sobre ascuas de una felicidad demasiado ardiente y, como tenía 18 años, deseaba irse de una vez para gozar a solas, y sin cortedad, su inmensa dicha.


— ¡Tan pronto, ya! -le dijo la señora.- Espero que tendremos el gusto de verlo otra vez... ¿No es verdad?
— ¡Oh, sí, señora!
— En casa todos tendríamos mucho placer... ¡supongo que todos! ¿Quiere que consultemos? -se sonrió con maternal burla.
— ¡Oh, con toda el alma! -repuso Nébel.
— ¡Lidia! ¡Ven un momento! Hay aquí una persona a quien conoces. Nébel había sido visto ya por ella; pero no importaba.


Lidia llegó cuando él estaba de pie. Avanzó a su encuentro, los ojos centelleantes de dicha, y le tendió un gran ramo de violetas, con adorable torpeza.
— Si a usted no le molesta -prosiguió la madre- podría venir todos los lunes... ¿qué le parece?
— ¡Que es muy poco, señora! - repuso el muchacho- Los viernes también... ¿me permite?
La señora se echó a reir.
— ¡Qué apurado! Yo no sé... veamos qué dice Lidia. ¿Qué dices, Lidia?
La criatura, que no apartaba sus ojos rientes de Nébel, le dijo ¡! en pleno rostro, puesto que a él debía su respuesta.
— Muy bien: entonces hasta el lunes, Nébel.
Nébel objetó:
— ¿No me permitiría venir esta noche? Hoy es un día extraordinario...
— ¡Bueno! ¡Esta noche también! Acompáñalo, Lidia. Pero Nébel, en loca necesidad de movimiento, se despidió allí mismo, y huyó con su ramo cuyo cabo había deshecho casi, y con el alma proyectada al último cielo de la felicidad.


II


Durante dos meses, todos los momentos en que se veían, todas las horas que los separaban, Nébel y Lidia se adoraron. Para él, romántico hasta sentir el estado de dolorosa melancolía que provoca una simple garúa que agrisa el patio, la criatura aquella, con su cara angelical, sus ojos azules y su temprana plenitud, debía encarnar la suma posible de ideal. Para ella, Nébel era varonil, buen mozo e inteligente. No había en su mutuo amor más nube para el porvenir que la minoría de edad de Nébel. El muchacho, dejando de lado estudios, carreras y superfluidades por el estilo, quería casarse. Como probado, no había sino dos cosas: que a él le era absolutamente imposible vivir sin su Lidia, y que llevaría por delante cuanto se opusiese a ello. Presentía -o más bien dicho, sentía- que iba a escollar rudamente.


Su padre, en efecto, a quien había disgustado profundamente el año que perdía Nébel tras un amorío de carnaval, debía apuntar las íes con terrible vigor. A fines de Agosto, habló un día definitivamente a su hijo:


— Me han dicho que sigues tus visitas a lo de Arrizabalaga. ¿Es cierto? Porque tú no te dignas decirme una palabra.


Nébel vió toda la tormenta en esa forma de dignidad, y la voz le tembló un poco.
— Si no te dije nada, papá, es porque sé que no te gusta que hable de eso.
— ¡Bah! cómo gustarme, puedes, en efecto, ahorrarte el trabajo... Pero quisiera saber en qué estado estás. ¿Vas a esa casa como novio?
— Sí.
— ¿Y te reciben formalmente?
— C-creo que sí.
El padre lo miró fijamente y tamborileó sobre la mesa.
— ¡Está bueno! ¡Muy bien!... Oyeme, porque tengo el deber de mostrarte el camino. ¿Sabes tú bien lo que haces? ¿Has pensado en lo que puede pasar?
— ¿Pasar?... ¿qué?
— Que te cases con esa muchacha. Pero fíjate: ya tienes edad para reflexionar, al menos. ¿Sabes quién es? ¿De dónde viene? ¿Conoces a alguien que sepa qué vida lleva en Montevideo?
— ¡Papá!
— ¡Sí, qué hacen allá! ¡Bah! no pongas esa cara... No me refiero a tu... novia. Esa es una criatura, y como tal no sabe lo que hace. ¿Pero sabes de qué viven?
— ¡No! Ni me importa, porque aunque seas mi padre...
— ¡Bah, bah, bah! Deja eso para después. No te hablo como padre sino como cualquier hombre honrado pudiera hablarte. Y puesto que te indigna tanto lo que te pregunto, averigua a quien quiera contarte, qué clase de relaciones tiene la madre de tu novia con su cuñado, pregunta!
— ¡Sí! Ya sé que ha sido...
— Ah, ¿sabes que ha sido la querida de Arrizabalaga? ¿Y que él u otro sostienen la casa en Montevideo? ¡Y te quedas tan fresco!
— ¡...!
— ¡Sí, ya sé, tu novia no tiene nada que ver con esto, ya sé! No hay impulso más bello que el tuyo... Pero anda con cuidado, porque puedes llegar tarde!... ¡No, no, cálmate! No tengo ninguna idea de ofender a tu novia, y creo, como te he dicho, que no está contaminada aún por la podredumbre que la rodea. Pero si la madre te la quiere vender en matrimonio, o más bien a la fortuna que vas a heredar cuando yo muera, díle que el viejo Nébel no está dispuesto a esos tráficos, y que antes se lo llevará el diablo que consentir en eso. Nada más te quería decir.


El muchacho quería mucho a su padre a pesar del carácter duro de éste; salió lleno de rabia por no haber podido desahogar su ira, tanto más violenta cuanto que él mismo la sabía injusta. Hacía tiempo ya que no ignoraba esto: la madre de Lidia había sido querida de Arrizabalaga en vida de su marido, y aún cuatro o cinco años después. Se veían aún de tarde en tarde, pero el viejo libertino, arrebujado ahora en sus artritis de enfermizo solterón, distaba mucho de ser respecto de su cuñada lo que se pretendía; y si mantenía el tren de madre e hija, lo hacía por una especie de compasión de ex amante, rayana en vil egoísmo, y sobre todo para autorizar los chismes actuales que hinchaban su vanidad. Nébel evocaba a la madre; y con un extremecimiento de muchacho loco por las mujeres casadas, recordaba cierta noche en que hojeando juntos y reclinados una Illustration, había creído sentir sobre sus nervios súbitamente tensos, un hondo hálito de deseo que surgía del cuerpo pleno que rozaba con él. Al levantar los ojos, Nébel había visto la mirada de ella, en lánguida imprecisión de mareo, posarse pesadamente sobre la suya.


¿Se había equivocado? Era terriblemente histérica, pero con rara manifestación desbordante; los nervios desordenados repiqueteaban hacia adentro, y de aquí la súbita tenacidad en un disparate, el brusco abandono de una convicción; y en los prodromos de las crisis, la obstinación creciente, convulsiva, edificándose a grandes bloques de absurdos. Abusaba de la morfina, por angustiosa necesidad y por elegancia. Tenía treinta y siete años; era alta, con labios muy gruesos y encendidos, que humedecía sin cesar. Sin ser grandes, los ojos lo parecían por un poco hundidos y tener pestañas muy largas; pero eran admirables de sombra y fuego. Se pintaba. Vestía, como la hija, con perfecto buen gusto, y era ésta, sin duda, su mayor seducción. Debía de haber tenido, como mujer, profundo encanto; ahora la histeria había trabajado mucho su cuerpo - siendo, desde luego, enferma del vientre. Cuando el latigazo de la morfina pasaba, sus ojos se empañaban, y de la comisura de los labios, del párpado globoso, pendía una fina redecilla de arrugas. Pero a pesar de ello, la misma histeria que le deshacía los nervios era el alimento, un poco mágico, que sostenía su tonicidad.

 
Quería entrañablemente a Lidia; y con la moral de las histéricas burguesas, hubiera envilecido a su hija para hacerla feliz - esto es, para proporcionarle aquello que habría hecho su propia felicidad. Así, la inquietud del padre de Nébel a este respecto tocaba a su hijo en lo más hondo de sus cuerdas de amante. ¿Cómo había escapado Lidia?


Porque la limpidez de su cutis, la franqueza de su pasión de chica que surgía con adorable libertad de sus ojos brillantes, eran, ya no prueba de pureza, sino de escalón de noble gozo por el que Nébel ascendía triunfal a arrancar de una manotada a la planta podrida la flor que pedía por él.


Esta convicción era tan intensa, que Nébel jamás la había besado. Una tarde, después de almorzar, en que pasaba por lo de Arrizabalaga, había sentido loco deseo de verla. Su dicha fué completa, pues la halló sola, en batón, y los rizos sobre las mejillas. Como Nébel la retuvo contra la pared, ella, riendo y cortada, se recostó en el muro. Y el muchacho, a su frente, tocándola casi, sintió en sus manos inertes la alta felicidad de un amor inmaculado, que tan fácil le habría sido manchar.


¡Pero luego, una vez su mujer! Nébel precipitaba cuanto le era posible su casamiento. Su habilitación de edad, obtenida en esos días, le permitía por su legítima materna afrontar los gastos. Quedaba el consentimiento del padre, y la madre apremiaba este detalle.


La situación de ella, sobrado equívoca en Concordia, exigía una sanción social que debía comenzar, desde luego, por la del futuro suegro de su hija. Y sobre todo, la sostenía el deseo de humillar, de forzar a la moral burguesa, a doblar las rodillas ante la misma inconveniencia que despreció.


Ya varias veces había tocado el punto con su futuro yerno, con alusiones a "mi suegro"... "mi nueva familia"... "la cuñada de mi hija". Nébel se callaba, y los ojos de la madre brillaban entonces con más fuego.


Hasta que un día la llama se levantó. Nébel había fijado el 18 de octubre para su casamiento. Faltaba más de un mes aún, pero la madre hizo entender claramente al muchacho que quería la presencia de su padre esa noche.


— Será difícil -dijo Nébel después de un mortificante silencio-. Le cuesta mucho salir de noche... No sale nunca.
— ¡Ah! -exclamó sólo la madre, mordiéndose rápidamente el labio. Otra pausa siguió, pero ésta ya de presagio.
— Porque usted no hace un casamiento clandestino ¿verdad?
— ¡Oh! -se sonrió difícilmente Nébel-. Mi padre tampoco lo cree.
— ¿Y entonces?
Nuevo silencio cada vez más tempestuoso.
— ¿Es por mí que su señor padre no quiere asistir?
— ¡No, no señora! -exclamó al fin Nébel, impaciente- . Está en su modo de ser... Hablaré de nuevo con él, si quiere.
— ¿Yo, querer? -se sonrió la madre dilatando las narices-. Haga lo que le parezca... ¿Quiere irse, Nébel, ahora? No estoy bien.
Nébel salió, profundamente disgustado. ¿Qué iba a decir a su padre? Éste sostenía siempre su rotunda oposición a tal matrimonio, y ya el hijo había emprendido las gestiones para prescindir de ella.
— Puedes hacer eso, mucho más, y todo lo que te dé la gana. ¡Pero mi consentimiento para que esa entretenida sea tu suegra, ¡jamás! Después de tres días Nébel decidió aclarar de una vez ese estado de cosas, y aprovechó para ello un momento en que Lidia no estaba.
— Hablé con mi padre -comenzó Nébel- y me ha dicho que le será completamente imposible asistir.
La madre se puso un poco pálida, mientras sus ojos, en un súbito fulgor, se estiraban hacia las sienes.
— ¡Ah! ¿Y por qué?
— No sé -repuso con voz sorda Nébel.
— Es decir... ¿que su señor padre teme mancharse si pone los pies aquí?
— No sé -repitió él con inconsciente obstinación.
— ¡Es que es una ofensa gratuita la que nos hace ese señor! ¿Qué se ha figurado? -añadió con voz ya alterada y los labios temblantes.-¿Quién es él para darse ese tono?
Nébel sintió entonces el fustazo de reacción en la cepa profunda de su familia.
— ¡Qué es, no sé! -repuso con la voz precipitada a su vez- pero no sólo se niega a asistir, sino que tampoco da su consentimiento.
— ¿Qué? ¿qué se niega? ¿Y por qué? ¿Quién es él? ¡El más autorizado para esto!
Nébel se levantó:
— Señora...
Pero ella se había levantado también.
— ¡Sí, él! ¡Usted es una criatura! ¡Pregúntele de dónde ha sacado su fortuna, robada a sus clientes! ¡Y con esos aires! ¡Su familia irreprochable, sin mancha, se llena la boca con eso! ¡Su familia!... ¡Dígale que le diga cuántas paredes tenía que saltar para ir a dormir con su mujer, antes de casarse! ¡Sí, y me viene con su familia!... ¡Muy bien, váyase; estoy hasta aquí de hipocresías! ¡Que lo pase  bien!

 III


Nébel vivió cuatro días vagando en la más honda desesperación. ¿Oué podía esperar después de lo sucedido? Al quinto, y al anochecer, recibió una esquela:
"Octavio: Lidia está bastante enferma, y sólo su presencia podría calmarla.
María S. de Arrizabalaga."

Era una
treta, no tenía duda. Pero si su Lidia en verdad...
Fué esa noche y la madre lo recibió con una discreción que asombró a Nébel, sin afabilidad excesiva, ni aire tampoco de pecadora que pide disculpa.
— Si quiere verla...
Nébel entró con la madre, y vió a su amor adorado en la cama, el rostro con esa frescura sin polvos que dan únicamente los 14 años, y el cuerpo recogido bajo las ropas que disimulaban notablemente su plena juventud.
Se sentó a su lado, y en balde la madre esperó a que se dijeran algo: no hacían sino mirarse y reir.
De pronto Nébel sintió que estaban solos, y la imagen de la madre surgió nítida: "se va para que en el transporte de mi amor reconquistado, pierda la cabeza y el matrimonio sea así forzoso". Pero en ese cuarto de hora de goce final que le ofrecían adelantado y gratis a costa de un pagaré de casamiento, el muchacho, de 18 años, sintió -como otra vez contra la pared- el placer sin la más leve mancha, de un amor puro en toda su aureola de poético idilio.


Sólo Nébel pudo decir cuán grande fué su dicha recuperada en pos del naufragio. El también olvidaba lo que fuera en la madre explosión de calumnia, ansia rabiosa de insultar a los que no lo merecen. Pero tenía la más fría decisión de apartar a la madre de su vida una vez casados. El recuerdo de su tierna novia, pura y riente en la cama de que se había destendido una punta para él, encendía la promesa de una voluptuosidad íntegra, a la que no había robado ni el más pequeño diamante.


A la noche siguiente, al llegar a lo de Arrizabalaga, Nébel halló el zaguán oscuro. Después de largo rato, la sirvienta entreabrió la vidriera:


— No están las señoras.
— ¿Han salido?--preguntó extrañado.
— No, se van a Montevideo... Han ido al Salto a dormir abordo.
— ¡Ah! -murmuró Nébel aterrado. Tenía una esperanza aún.
— ¿El doctor? ¿Puedo hablar con él?
— No está, se ha ido al club después de comer...


Una vez solo en la calle oscura, Nébel levantó y dejó caer los brazos con mortal desaliento: ¡Se acabó todo! Su felicidad, su dicha reconquistada un día antes, perdida de nuevo y para siempre! Presentía que esta vez no había redención posible. Los nervios de la madre habían saltado a la loca, como teclas, y él no podía hacer ya nada más.


Comenzaba a lloviznar. Caminó hasta la esquina, y desde allí, inmóvil bajo el farol, contempló con estúpida fijeza la casa rosada. Dió una vuelta a la manzana, y tornó a detenerse bajo el farol. ¡Nunca, nunca!


Hasta las once y media hizo lo mismo. Al fin se fué a su casa y cargó el revólver. Pero un recuerdo lo detuvo: meses atrás había prometido a un dibujante alemán que antes de suicidarse -Nébel era adolescente- iría a verlo. Uníalo con el viejo militar de Guillermo una viva amistad, cimentada sobre largas charlas filosóficas.


A la mañana siguiente, muy temprano, Nébel llamaba al pobre cuarto de aquél. La expresión de su rostro era sobrado explícita.
— ¿Es ahora? -le preguntó el paternal amiga, estrechándole con fuerza la mano.
— ¡Pst! ¡De todos modos!... -repuso el muchacho, mirando a otro lado.
El dibujante, con gran calma, le contó entonces su propio drama de amor.
— Vaya a su casa -concluyó- y si a las once no ha cambiado de idea, vuelva a almorzar conmigo, si es que tenemos qué. Después hará lo que quiera. ¿Me lo jura?
— Se lo juro -contestó Nébel, devolviéndole su estrecho apretón con grandes ganas de llorar.
En su casa lo esperaba una tarjeta de Lidia:
:::"Idolatrado Octavio: Mi desesperación no puede ser más grande, pero mamá ha visto que si me casaba con usted me estaban reservados grandes dolores, he comprendido como ella que lo mejor era separarnos y le jura no olvidarlo nunca
tu Lidia."

— ¡Ah, tenía que ser así! -clamó el muchacho, viendo al mismo tiempo con espanto su rostro
demudado en el espejo.- ¡La madre era quien había inspirado la carta, ella y su maldita locura! Lidia no había podido menos que escribir, y la pobre chica, trastornada, lloraba todo su amor en la redacción. ¡Ah! ¡Si pudiera verla algún día, decirle de qué modo la he querido, cuánto la quiero ahora, adorada del alma!


Temblando fué hasta el velador y cogió el revólver, pero recordó su nueva promesa, y durante un rato permaneció inmóvil, limpiando obstinadamente con la uña una mancha del tambor.

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